[*FP}– La ‘M’ de Carlos M.

Carlos M. Padrón

Desde que tengo memoria, todos en la familia, vecinos y amigos, me han llamado —y siguen llamándome los que aún viven— Carlos Padrón. Estaba yo cerca de cumplir los 11 años cuando supe que tenía un segundo nombre, o middle name, y la forma en que lo supe fue un tanto traumática.

Durante la segunda mitad de 1949 y la primera de 1950 me preparé, junto con otros muchachos del pueblo, para presentar el examen de Ingreso, o sea, el de requisito para entrar en bachillerato.

Llegado el ‘Día D’ de nuestro primer examen oficial, como a eso de las 6 de la mañana, en el coche de Emilio —uno de los 3 ó 4 taxis que para entonces había en El Paso— y en compañía de Don Santiago, nuestro profesor, de grata recordación, nos fuimos todos al instituto de Santa Cruz de La Palma, capital de la isla de La Palma. Un viaje de casi dos horas por una carretera estrecha y, en gran parte de su trayecto, bordeada de acantilados que caen casi perpendiculares hasta el mar.

El ambiente de la sala del instituto donde tendría lugar el examen era tan formal que daba miedo. Además de los alumnos y sus profesores acompañantes —todos con traje y corbata— había numeroso público y, entre todos, la sala estaba abarrotada.

Al fondo, en un estrado elevado con respecto al área ocupada por alumnos y público, había sentados cuatro profesores de ceño adusto y con una expresión de autosuficiencia y poco altruismo que, simplemente, daban ganas de salir corriendo.

Por turnos, aquellos “terribles jueces” tomaban la palabra para y con aire de verdugo pronunciaban en voz alta el nombre de su próxima “víctima”. Ésta se levantaba de su asiento, subía al estrado, se sentaba ante el juez correspondiente y, en presencia de todos y con un nivel de voz que todos pudieran oír, contestaba, si podía, las preguntas que se le hicieran.

De pronto, el solemne silencio fue roto por la voz de uno de los jueces que dijo “Toribio María Mónico José Calero Pérez”. Silencio y quietud en la sala; nadie se movió de su asiento.

Molesto por tal “desaire”, el juez alzó un poco más su voz, enfatizó el acento de autoridad, y repitió: “Toribio María Mónico José Calero Pérez”. Silencio y quietud en la sala; nadie se movió de su asiento.

Considerando que ya aquello era una intolerable ofensa a su alta investidura, el alterado profesor no ya llamó sino que gritó esta vez, emulando las iras de Júpiter Tronante: “¡¡¡Toribio María Mónico José Calero Pérez!!!”. De inmediato, nuestro querido Don Santiago se alzó de su asiento y levantando su mano pidió permiso para intervenir. Aunque con evidente mala gana, “Júpiter Tronante” se lo concedió, y Don Santiago, serpenteando por entre las filas de las sillas que ocupábamos los estudiantes, se acercó a Toribio, uno de nuestro grupo que había permanecido muy callado como si la cosa no fuera con él, y tocándolo en el hombre le dijo, casi en un susurro, “¡Ése eres tú, Toribio!”.

Sobresaltado y con rostro enrojecido —tal vez por saber cuán bello regalo le habían hecho sus padres al bautizarlo—, Toribio se dirigió al calvario, y nunca mejor dicho porque ese día todos supimos cuál era su verdadero nombre, y a partir de entonces… ya pueden imaginarse lo que pasó.

Poco tiempo después, otro de los jueces llamó a Carlos Miguel Padrón Pérez. Tampoco se movió nadie, pero esta vez Don Santiago no permitió que hubiera más de un llamado desatendido, así que volvió a pedir permiso, serpenteó de nuevo por entre las sillas y, aprovechando que ya todos lo mirábamos curiosos por saber quién sería el agraciado, me apuntó con su dedo antes de llegar a mí y me hizo clara seña de que subiera al estrado. Y allá fui como cordero al matadero.

Recuerdo que fallé una sola pregunta: el nombre del río que pasa por Londres. Nunca jamás olvidé ese nombre,… y nunca más usé el tal Miguel hasta 1969.

Ese año, a poco de comenzar a trabajar en IBM de Venezuela, supe que en el medio informático que en Caracas atendía IBM había nada menos que cinco Carlos Padrón; yo venía a ser el sexto. Sintiendo la necesidad de diferenciarme de algún modo, y habida cuenta de que IBM era una compañía gringa y que los gringos tienen casi todos un middle name cuya inicial usan regularmente, opté por desenterrar el Miguel y colocar su ‘M’ inicial entre Carlos y Padrón, y así, a efectos “oficiales”, quedé desde entonces como Carlos M. Padrón,… aunque la mayor parte de quienes me conocen no sepan a qué nombre corresponde la ‘M’.

Sin embargo, sólo tres personas, que yo recuerde, me llaman Carlos Miguel, y cuando lo hacen me siento raro, como si la cosa no fuera conmigo. Dos de ellas, un hombre y una mujer, trabajaron conmigo en IBM, y la tercera fue un cliente IBM que atendí por algunos años. Todos los demás —familiares, paisanos, amigos, compañeros de trabajo, clientes, etc.— me han llamado y siguen llamándome por el nombre con el que sí me identifico: Carlos Padrón, a secas.